Referente religioso, político y cultural


Francisco instaló desde el Vaticano una agenda destinada a exponer los problemas del mundo, entre ellos, las migraciones, el cambio climático, las guerras y la deuda externa. El legado del papa argentino y los interrogantes de la sucesión en la nota de la semana de ​​​​​​​Revista Acción.

Por Washington Uranga

Murió el papa Francisco. Difícil habría sido imaginar el 13 de marzo de 2013, cuando Jorge Bergoglio fue proclamado como máxima autoridad de la Iglesia católica, que este porteño nacido en el barrio de Flores se convertiría en poco tiempo en uno de los máximos referentes del universo político, religioso y cultural a nivel mundial. Podrá decirse que esto sucedió –sin duda– en un escenario en el que la crisis de referentes es evidente, y el avance de las ideas conservadoras es notoria en buena parte de los países, mientras el poder económico se concentra en el capitalismo de plataformas y la sobreexplotación de los recursos naturales no se detiene ante la voracidad de la acumulación de riquezas.

Pero habrá que reconocer también que el papa argentino instaló desde el Vaticano una agenda destinada a exponer los problemas y las atrocidades del mundo presente. Por eso su primera salida de Roma fue a Lampedusa, para encontrarse allí con los inmigrantes ilegales que llegan hasta Europa buscando una tabla de salvación. Fue el primer gesto para con «los descartados» del sistema, como él los ha denominado en varias oportunidades.

La posición de Francisco quedó expresada en sus discursos y alocuciones públicas, también en sus gestos, pero estuvo condensada y sistematizada en dos de sus encíclicas: Laudato si‘, sobre el cuidado de «la casa común» y Fratelli tutti, sobre la sociedad y la convivencia humanas.

​​​​​​​En medio de conflictos

En la primera, Bergoglio planteó la corresponsabilidad de todas y todos en el cuidado del mundo en que vivimos. Denunció las consecuencias del cambio climático ocasionado por el modelo económico dominante, al que criticó con dureza basado en fundamentos y precisión técnica. En la segunda se centró en la necesidad de la fraternidad entre las personas, la advertencia sobre las migraciones masivas, los pobres y descartados del mundo, condenando las guerras y su infinita capacidad destructora.

​​​​​​​En todos los casos propuso «la cultura del encuentro», que definió como diálogo en la diferencia y entre diferentes, como manera de crear y definir alternativas al costado de los modelos económicos y políticos dominantes.

​​​​​​​A lo largo de su pontificado, Francisco repitió estas mismas ideas en centenares de encuentros con dirigentes, autoridades y jefes de Estado de todo el mundo. También lo hizo con los líderes de las religiones monoteístas a partir del convencimiento de que estas tradiciones tienen que contribuir a la construcción de alternativas de paz en un escenario en el que –según sus propias palabras– asistimos a una guerra mundial montada en pequeños o medianos conflictos armados de orden regional por motivos territoriales, étnicos, raciales o económicos.

​​​​​​​En esta búsqueda, Bergoglio decidió involucrar a la estructura institucional de la Iglesia. Para hacerlo tuvo que cambiar reglas de juego y también personas en el Vaticano. La Santa Sede desempeñó un papel más activo en los foros internacionales y en los organismos multilaterales donde se debatió sobre el cambio climático, pero también sobre migraciones o sobre la deuda externa. El propio Vaticano, a través de la Academia Pontificia de Ciencias, se ofreció como escenario para estos intercambios. La Iglesia se comprometió –no siempre con éxito– en mediaciones frente a conflictos tales como el de Rusia y Ucrania e Israel y Palestina. Y fue el propio Francisco el que intervino para acercar posiciones entre Estados Unidos y Cuba buscando disminuir el impacto de la agresión que implica el bloqueo al país caribeño.

​​​​​​​No contento con lo anterior, Francisco se convirtió en un líder en defensa de los derechos humanos y vocero de los pobres y descartados. Para ello buscó una alianza con los movimientos sociales de todo el mundo, empoderándolos en sus reclamos.

​​​​​​​También puso en práctica cambios en la institución católica, cuya credibilidad estaba seriamente afectada por los casos de abusos, de pedofilia y de corrupción financiera. Francisco reformó el funcionamiento de la curia y estableció sanciones. Y dio el debate definiendo una «iglesia de puertas abiertas», incorporando a las mujeres a los puestos de mando y acogiendo también a los homosexuales y a las diversidades de género.

Una pregunta que resuena en el aire es si la renovación y la perspectiva humanista basada en derechos de la que ha sido abanderado Francisco tendrá continuidad tras la elección de un nuevo pontífice. Es un interrogante que hoy no tiene respuesta, a pesar de las previsiones tomadas por Bergoglio para asegurar en el cónclave elector a un grupo de cardenales afines a su perspectiva. Habrá que esperar entonces que las ideas y las propuestas sembradas por Francisco florezcan no solo en la Iglesia, sino más allá de sus límites, en otros espacios de la sociedad y para bien de la humanidad.